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Viviana Usubiaga
Al respecto Fogwill ha definido al aplauso como un
meta-tacto, acto en que el tocar se convierte en sonido significante. Y no
es un signo. No articula nada, no connota. En rigor, ni se sabe lo que sig-
nifica. Quienes aplauden comunican que sólo están comunicando su ex-
presión.14
Estos sonidos indefinidos operan como puntos y aparte en el poemario,
ese caprichoso inventario de homenajes, celebraciones y moliendas varias de la
representación teatral. Desde la anécdota doméstica sobre los niños que los ro-
dean al aplauso budista con una sola mano, la reflexión sobre el aplauso como
elemento disruptivo y exclamativo en el esplendor de lo dramático cuestionaba
a la propia teatralidad. La parodia, presente en la mención de los “humanoides
aktores”, aparece como la imposibilidad de representar la tragedia de los desa-
parecidos. En este sentido, Arturo Carrera ha expresado: “El actor que no está
es el desaparecido. Esa elipsis tan grande en la historia argentina”.15
Las palabras se suceden y, por un lado, enredan imágenes públicas de au-
tocomplacencia del régimen cívico-militar: “(Una horda de jugadores de fút-
bol deberá/aplaudir y una azafata verá anunciar el aplauso con su voz acidu-
lada...) ”. Por el otro, reclaman: “RESISTENCIA ... el aplauso / es la memoria
contra sí misma”. Y por allí también la tranquila ciudad, el lugar de enuncia-
ción, aparece mencionada repetidamente. Es el escenario alejado y de aparen-
te neutralidad que de todos modos, es acechado por las sombras de la violen-
cia y represión:
Cálida atmósfera de pasteles escarchados
sobre los adoquines hiperplásticos de la farm-
city (Coronel Pringles, de civil).
La sombra del vuelo entintado de una pa-
loma que cruza con su aletear suicida
La sombra rojiza de los perversos de la aldea.16
Y otra vez la tensión entre el paisaje cálido del pueblo de campo y la per-
versidad que todo lo invade. Unos inaudibles aplausos frenéticos, como los gri-
tos acallados por el alto volumen de la radio en las salas de tortura, anteceden
los versos finales: “Siniestros perfiles del catafalco de la horca, el picadero eléc-
trico, la sala de los aplausos ‘duros’ y las convulsiones involuntariamente fala-
ces. (¡¡¡Aplausos!!!)”.17
14 Fogwill 2002: 59.
15 Entrevista de ia autora con Arturo Carrera, Buenos Aires 2005.
16 Carrera, Lamborghini 2002: 35.
17 Carrera, Lamborghini 2002: 55.
Viviana Usubiaga
Al respecto Fogwill ha definido al aplauso como un
meta-tacto, acto en que el tocar se convierte en sonido significante. Y no
es un signo. No articula nada, no connota. En rigor, ni se sabe lo que sig-
nifica. Quienes aplauden comunican que sólo están comunicando su ex-
presión.14
Estos sonidos indefinidos operan como puntos y aparte en el poemario,
ese caprichoso inventario de homenajes, celebraciones y moliendas varias de la
representación teatral. Desde la anécdota doméstica sobre los niños que los ro-
dean al aplauso budista con una sola mano, la reflexión sobre el aplauso como
elemento disruptivo y exclamativo en el esplendor de lo dramático cuestionaba
a la propia teatralidad. La parodia, presente en la mención de los “humanoides
aktores”, aparece como la imposibilidad de representar la tragedia de los desa-
parecidos. En este sentido, Arturo Carrera ha expresado: “El actor que no está
es el desaparecido. Esa elipsis tan grande en la historia argentina”.15
Las palabras se suceden y, por un lado, enredan imágenes públicas de au-
tocomplacencia del régimen cívico-militar: “(Una horda de jugadores de fút-
bol deberá/aplaudir y una azafata verá anunciar el aplauso con su voz acidu-
lada...) ”. Por el otro, reclaman: “RESISTENCIA ... el aplauso / es la memoria
contra sí misma”. Y por allí también la tranquila ciudad, el lugar de enuncia-
ción, aparece mencionada repetidamente. Es el escenario alejado y de aparen-
te neutralidad que de todos modos, es acechado por las sombras de la violen-
cia y represión:
Cálida atmósfera de pasteles escarchados
sobre los adoquines hiperplásticos de la farm-
city (Coronel Pringles, de civil).
La sombra del vuelo entintado de una pa-
loma que cruza con su aletear suicida
La sombra rojiza de los perversos de la aldea.16
Y otra vez la tensión entre el paisaje cálido del pueblo de campo y la per-
versidad que todo lo invade. Unos inaudibles aplausos frenéticos, como los gri-
tos acallados por el alto volumen de la radio en las salas de tortura, anteceden
los versos finales: “Siniestros perfiles del catafalco de la horca, el picadero eléc-
trico, la sala de los aplausos ‘duros’ y las convulsiones involuntariamente fala-
ces. (¡¡¡Aplausos!!!)”.17
14 Fogwill 2002: 59.
15 Entrevista de ia autora con Arturo Carrera, Buenos Aires 2005.
16 Carrera, Lamborghini 2002: 35.
17 Carrera, Lamborghini 2002: 55.