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Paweł Drabarczyk
durante la celebración del trigésimo aniversario de la muerte de Isabel, se acu-
ñara el eslogan que decía que no es digno de llamarse peruano quien no la ame2.
El personaje de Santa Rosa ha sido objeto de numerosas interpretaciones
realizadas desde múltiples perspectivas: la histórica, la teológica y en las últi-
mas décadas también la psicoanalítica o la feminista, por mencionar sólo algu-
nas. A los investigadores contemporáneos les sigue intrigando la figura de la
asceta que, según las palabras del historiador americano Ronald J. Morgan, de
su cuerpo femenino, al cual negaba “gratificaciones de dieta sana, sueño o re-
laciones sexuales, hizo un texto religioso.”3. A la luz del día sale el complicado
juego de intereses que acompañó a su proceso de canonización y a la difusión
de su culto, que iba desde las aspiraciones emancipacionistas de los habitantes
criollos del Nuevo Mundo y la política de la Corona española. El deseo de esta
última era ver en los altares a una mujer que, aunque nacida en América, era de
padres españoles, lo cual en aquellos tiempos se ponía de manifiesto decidida-
mente, aunque no completamente conforme a la verdad4. Tampoco cae en olvi-
do el culto universal que ya durante su vida rendía a Rosa el pueblo; ni, por úl-
timo, si bien no menos importante, las intensas y eficaces gestiones de la Orden
de Predicadores que deseaba ver a una terciaria suya incluida en el canon de los
santos y elevada a los altares.
Isabel Flores de Oliva fue beatificada en el año 1668 por el papa Clemen-
te IX. El 30 de octubre de 1669 el papa extendió su culto a España. Menos de
un año después Clemente X introdujo el culto de Santa Rosa en la Mancomu-
nidad de Polonia-Lituania5. Este acontecimiento tuvo lugar unos días antes de
establecer el día de la festividad de Santa Rosa en todos los países sometidos
a la autoridad de los Habsburgos españoles y de proclamarle patrona “Univer-
sal y Principal de toda la América y dominios de España”. El 12 de abril de
1671 Isabel fue canonizada. Desde aquél entonces, casi simultáneamente en
Madrid, la andina Potosí, Vilna o Cracovia, el nombre de la mística y asceta na-
cida en Lima empezó a evocarse ya con el beneplácito oficial de la iglesia para
pedir su intercesión ante Dios. Santa Rosa fue elevada a los altares, en los cua-
les pronto empezaron a aparecer sus imágenes. Como acabó demostrando el
tiempo, la peruana jugaría su papel, de ningún modo mediocre, también en el
país del Vístula.
Conviene entonces analizar cómo la gente en la Mancomunidad se imagi-
naba a la santa. No resultará sorprendente si, ya de entrada, admitimos que los
dominicos fueron los que jugaron el papel principal en la propagación del cul-
2 Graziano 2002: 15.
3 Morgan 1998: 11, [según:] Espín2005: 10.
4 Graziano 2002: 17.
5 Mujica Pinilla 2001: 389.
Paweł Drabarczyk
durante la celebración del trigésimo aniversario de la muerte de Isabel, se acu-
ñara el eslogan que decía que no es digno de llamarse peruano quien no la ame2.
El personaje de Santa Rosa ha sido objeto de numerosas interpretaciones
realizadas desde múltiples perspectivas: la histórica, la teológica y en las últi-
mas décadas también la psicoanalítica o la feminista, por mencionar sólo algu-
nas. A los investigadores contemporáneos les sigue intrigando la figura de la
asceta que, según las palabras del historiador americano Ronald J. Morgan, de
su cuerpo femenino, al cual negaba “gratificaciones de dieta sana, sueño o re-
laciones sexuales, hizo un texto religioso.”3. A la luz del día sale el complicado
juego de intereses que acompañó a su proceso de canonización y a la difusión
de su culto, que iba desde las aspiraciones emancipacionistas de los habitantes
criollos del Nuevo Mundo y la política de la Corona española. El deseo de esta
última era ver en los altares a una mujer que, aunque nacida en América, era de
padres españoles, lo cual en aquellos tiempos se ponía de manifiesto decidida-
mente, aunque no completamente conforme a la verdad4. Tampoco cae en olvi-
do el culto universal que ya durante su vida rendía a Rosa el pueblo; ni, por úl-
timo, si bien no menos importante, las intensas y eficaces gestiones de la Orden
de Predicadores que deseaba ver a una terciaria suya incluida en el canon de los
santos y elevada a los altares.
Isabel Flores de Oliva fue beatificada en el año 1668 por el papa Clemen-
te IX. El 30 de octubre de 1669 el papa extendió su culto a España. Menos de
un año después Clemente X introdujo el culto de Santa Rosa en la Mancomu-
nidad de Polonia-Lituania5. Este acontecimiento tuvo lugar unos días antes de
establecer el día de la festividad de Santa Rosa en todos los países sometidos
a la autoridad de los Habsburgos españoles y de proclamarle patrona “Univer-
sal y Principal de toda la América y dominios de España”. El 12 de abril de
1671 Isabel fue canonizada. Desde aquél entonces, casi simultáneamente en
Madrid, la andina Potosí, Vilna o Cracovia, el nombre de la mística y asceta na-
cida en Lima empezó a evocarse ya con el beneplácito oficial de la iglesia para
pedir su intercesión ante Dios. Santa Rosa fue elevada a los altares, en los cua-
les pronto empezaron a aparecer sus imágenes. Como acabó demostrando el
tiempo, la peruana jugaría su papel, de ningún modo mediocre, también en el
país del Vístula.
Conviene entonces analizar cómo la gente en la Mancomunidad se imagi-
naba a la santa. No resultará sorprendente si, ya de entrada, admitimos que los
dominicos fueron los que jugaron el papel principal en la propagación del cul-
2 Graziano 2002: 15.
3 Morgan 1998: 11, [según:] Espín2005: 10.
4 Graziano 2002: 17.
5 Mujica Pinilla 2001: 389.