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98 JORGE Luis MERLO SOLORIO



cuando lleva en sus brazos al niño Jesús, o bien cuando le lleva de la
mano, mostrando su derecho y amor paternal: por el contrario, en repre-
sentarle después viejo, no sólo no hay en eso inconveniente alguno, sino
que parece enteramente conforme a razón y muy consiguiente a lo acon-
tecido. Esto deberá observarse con más cuidado cuando se pinta a san
José en el punto de morir, rodeado de Jesucristo y su madre, purísima es-
posa del mismo santo: lo que yo he visto observado muy bien repetidas
veces en la pintura de un excelente artífice”.

Creemos que la desnaturalización de la imagen en las representaciones
novohispanas, corresponde a la particular devoción josefina del siglo XVIII y
sus implicaciones políticas, sociales y culturales. Ahora San José no pierde en-
tereza, incluso en aquellos momentos donde resultaría lógica una condición
aminorada a causa del envejecimiento y los achaques de la agonía. Haciendo
caso omiso de los tratados de arte o las descripciones piadosas, fabricar una ico-
nografía opuesta a la canónica -mostrando al Patriarca imbatible, resignado y
sereno-, al parecer fue una peculiaridad americana en miras a concretar la subli-
mación del conglomerado simbólico en torno a San José. Es decir, todas las vir-
tudes potenciadas en el santo a su vez reflejan las propias de la sociedad que las
anidan; se pone en marcha una dialéctica de exaltaciones, compartiendo escla-
vos y rey el mismo podio. La grandeza josefina: alabanza indirecta hacia Nueva
España, carro identitario de combate que hace frente a la otredad y sus propios
gigantes simbólicos. Para apuntalar lo dicho, contrastemos imágenes europeas
con las novohispanas para percatarnos de sus singularidades.

Lleno de vehemente dramatismo, el cuadro de Giuseppe Maria Crespi di-
buja los últimos instantes de San José. (fig. 3) En ajetreado dinamismo, los án-
geles asistentes toman consciencia de la cercanía del fin; gesto denotado en
aquel que sujeta el rostro josefino con un paño señalando al moribundo. Un se-
gundo reza; otro más mira atento a la entristecida María, mientras posa la mano
derecha sobre su compañero celestial, quien pide silencio para escuchar las re-
confortantes palabras de Cristo poniendo frente a su boca el dedo índice. En el
suelo debajo de la cama, se observan las herramientas de carpintería, una soli-
taria viruta y en primer plano la vara josefina con diminutos brotes, significando
tal vez en abstracta correlación, la vida de su amo que lentamente se marchita.
San José, de pómulos hundidos, ojos perdidos y pies ladeados ante la fortaleza
que lo abandona, es cobijado por su manto ocre. Este último elemento connota
la influencia pictórica que tuvieron entre sí las imágenes europeas.

27 INTERIÁN DE AYALA 1782: 143—145.
 
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