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Ricardo González
[Fig. 4. Santo Cristo de Buenos Aires, Catedral.]
La otra imagen de cofradía del siglo XVII que conocemos, el Santo Cris-
to de Buenos Aires [fig. 4], es la primera obra conservada cuyo encargo, fe-
cha y autor se conocen y fue realizada como imagen central de la capilla de los
gobernadores y luego de la congregación de la Audiencia por un escultor por-
tugués residente en la ciudad, Manuel Coyto. Debiendo presidir una capilla
de significación institucional su tamaño e importancia se magnifican. La ima-
gen resulta arcaizante y hasta de una cierta ingenuidad plástica para la época
(1671), cuando la verosimilitud y el dramatismo barroco alcanzaban su cénit
y se manifestaban vivamente en el tema de la Crucifixión, punto culminante
de la historia cristiana. Su comparación con los ejemplares que se tallaban en-
tonces o aun unas décadas antes en España, como los Cristos de Juan de Mesa
o Alonso Cano, o con las recomendaciones que entonces se daban a los escul-
tores con el fin de garantizar efectos expresivos44, hacen de la obra de Coyto un
producto más próximo a la regularidad renacentista que al punzante naturalis-
mo vigente en las metrópolis. Nuestra Crucifixión representa el hecho sin acer-
carse al clímax de la acción ni emplea los recursos técnicos con que los escul-
tores barrocos infundían vida y acentuaban la expresión afectiva de sus obras.
44 A modo de ejemplo: en sus Due Dialogi (Camerino 1564) Giovanni Andrea Gilio apunta
que de ser preciso Cristo debía mostrarse “afligido, sangrando, escupido encima, con la piel lace-
rada, herido, deformado, pálido y poco atractivo” (en Wittkower 1997: 22).
Ricardo González
[Fig. 4. Santo Cristo de Buenos Aires, Catedral.]
La otra imagen de cofradía del siglo XVII que conocemos, el Santo Cris-
to de Buenos Aires [fig. 4], es la primera obra conservada cuyo encargo, fe-
cha y autor se conocen y fue realizada como imagen central de la capilla de los
gobernadores y luego de la congregación de la Audiencia por un escultor por-
tugués residente en la ciudad, Manuel Coyto. Debiendo presidir una capilla
de significación institucional su tamaño e importancia se magnifican. La ima-
gen resulta arcaizante y hasta de una cierta ingenuidad plástica para la época
(1671), cuando la verosimilitud y el dramatismo barroco alcanzaban su cénit
y se manifestaban vivamente en el tema de la Crucifixión, punto culminante
de la historia cristiana. Su comparación con los ejemplares que se tallaban en-
tonces o aun unas décadas antes en España, como los Cristos de Juan de Mesa
o Alonso Cano, o con las recomendaciones que entonces se daban a los escul-
tores con el fin de garantizar efectos expresivos44, hacen de la obra de Coyto un
producto más próximo a la regularidad renacentista que al punzante naturalis-
mo vigente en las metrópolis. Nuestra Crucifixión representa el hecho sin acer-
carse al clímax de la acción ni emplea los recursos técnicos con que los escul-
tores barrocos infundían vida y acentuaban la expresión afectiva de sus obras.
44 A modo de ejemplo: en sus Due Dialogi (Camerino 1564) Giovanni Andrea Gilio apunta
que de ser preciso Cristo debía mostrarse “afligido, sangrando, escupido encima, con la piel lace-
rada, herido, deformado, pálido y poco atractivo” (en Wittkower 1997: 22).